¿Quién cuida a las que cuidan?

Por Manuel García, PhD (c) en economía Universidad de Massachusetts Amherst

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En los últimos 14 años, las calles de Chile han visto a niños y niñas demandando una educación de calidad, a jóvenes, adultos y viejos exigiendo pensiones dignas, respeto al medio ambiente, y celebrando la diversidad. Luego, nuestras calles fueron testigos de un estallido social que las llenó de colores, involucrándolas en la causa por la dignidad. Hoy, más grises y vacías, las calles advierten de un sistema de salud que no da abasto. Si las calles pensaran, probablemente creerían que Chile es un país que no cuida a los suyos. Sin embargo, lo que las calles no pueden ver es que nuestra crisis del cuidado se forja donde ellas terminan—en nuestros hogares, colegios y hospitales—y, especialmente, en el descuido por las que cuidan.

El cuidado es un acto de humanidad, pero también es un bien público que, directa o indirectamente, nos beneficia a todos. El cuidado de niñas y niñas facilita su aprendizaje y desarrollo personal al mismo tiempo que socializa valores esenciales para la cohesión social. El cuidado de enfermos contribuye a mantener una fuerza de trabajo sana y productiva, condición necesaria para el desarrollo económico. El cuidado de adultos mayores es tanto una necesidad moral como sanitaria, ya que evita el colapso de nuestro sistema de salud. Adicionalmente, sin cuidado, la integración económica y social de personas con discapacidad sería mucho mas improbable. Aún así, desde un punto de vista económico, la provisión del cuidado en Chile suele ser una actividad profundamente ingrata.

Las sanciones económicas a la provisión del cuidado parten por la casa. En la actualidad, cocinar para nuestras familias, jugar con nuestros hijos, y atender a un pariente enfermo son horas de trabajo que no generan remuneración alguna y que podrían ser utilizadas alternativamente para la generación de ingresos. Por lo mismo, se puede decir que la provisión no remunerada del cuidado tiene un costo. Dado que el cuidado es un bien público del cual nos beneficiamos todos, somos todos los que debiésemos pagar por este. El problema es, sin embargo, que el costo del cuidado no remunerado es desproporcionadamente asumido por mujeres, especialmente por aquellas de menores ingresos.

Esto tiene que ver tanto con la división sexual del trabajo como con nuestros barrios. Dada la segregación económica que caracteriza a las ciudades chilenas, la mayoría de los hogares de menores ingresos están en barrios lejos de las principales fuentes de empleo. Al mismo tiempo, las responsabilidades del cuidado restringen la movilidad y el desplazamiento de las personas que cuidan. Por ejemplo, ir a buscar a los niños al colegio significa que las cuidadoras deben estar a una hora del día, y en un lugar específico, que no es necesariamente compatible con el lugar y horario de trabajo. A todo lo anterior le debemos sumar un sistema de transporte público que no esta diseñado para facilitar el balance del trabajo remunerado con el trabajo no pagado. Así, de acuerdo con la CASEN 2017, menos de un tercio de las mujeres en edad laboral del primer quintil de ingresos forman parte de la fuerza de trabajo remunerada.

Sin embargo, las condiciones económicas de los hogares mas pobres muchas veces obligan a que las cuidadoras generen ingresos de una manera u otra. Las restricciones a su desplazamiento las llevan a buscar trabajo en zonas donde las opciones de empleo son precarias y mal remuneradas. Por lo tanto, no es sorpresa que las mujeres de bajos ingresos representen una fracción desproporcionada de la fuerza de trabajo informal.

El cuidado no remunerado profundiza la pobreza de las familias de menor ingreso al mismo tiempo que intensifica la dependencia económica de las mujeres de estos hogares en sus parejas o padres. La dependencia, lamentablemente, ocasionalmente es fuente de abusos y violencia intrafamiliar. Se podría decir entonces que en Chile existe un contrato social que enfrenta las necesidades de cuidado de los hogares mas pobres con el bienestar económico y social de las cuidadoras informales.

Entonces ¿Por qué no monetizar el cuidado? El pago por el cuidado mejoraría las condiciones de las cuidadoras, y por tanto, el cuidado en sí mismo. Además, nuevas fuentes de ingreso ayudarían a las familias mas pobres de Chile a recortar las brechas económicas con familias de mayor ingreso. El empoderamiento económico de las cuidadoras también contribuiría a disminuir las inequidades de género que son cada vez mas evidentes en nuestro país.  Sin embargo, el “como” valorizar el cuidado es de suma relevancia.

En Chile tenemos la tendencia de buscar soluciones de mercado para la provisión de bienes públicos. La lógica es la siguiente: Si el problema del cuidado es la dificultad en el acceso a servicios externos del cuidado, entonces subsidiemos a las familias de menor ingreso para que puedan acceder al mercado del cuidado. Esta es la esencia del “estado subsidiario” y su absoluta confianza en la asignación mercantil. Sin embargo ¿El mercado valoriza realmente el cuidado?

Si comparamos el ingreso promedio en los principales sectores del cuidado—salud, educación, y trabajo domestico—con aquel de trabajadores con el mismo nivel de escolaridad, nos encontramos que el cuidado es (casi) siempre peor remunerado (ver figura). Solo en el caso de los profesionales de la salud, el ingreso en el cuidado es mayor que el promedio. Además, las bajas remuneraciones del sector del cuidado también arrastran inequidades de género, ya que estos sectores son altamente sobrerrepresentados por la fuerza laboral femenina.[1]

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Los bajos ingresos en el mercado del cuidado no son únicos ha Chile, y han sido estudiados ampliamente en otros contextos. Las “penalizaciones del cuidado” en el mercado laboral, como las ha llamado la economista Nancy Folbre, tienen múltiples fuentes. Por un lado, estereotipos machistas han históricamente definido el “trabajo femenino” como actividades que requieren menor grado de habilidad y que, por ende, son “justificadamente” peor remuneradas. Además, es probable que muchas asalariadas del cuidado también sean proveedoras de cuidado no remunerado. En estos casos, las restricciones espaciales y temporales del cuidado informal también actúan sobre la oferta del cuidado pagado. Finalmente, Folbre argumenta, el cuidado de personas involucra la construcción de lazos emocionales y de apego entre cuidadoras y dependientes. Estos lazos, muchas veces, conllevan a que las cuidadoras acepten una menor remuneración con tal de sostener estas relaciones en el tiempo. En otras palabras, el cuidado mercantil involucra simultáneamente formas de explotación emocional y capitalistas que disminuyen los ingresos de las cuidadoras.

La insuficiencia del mercado para valorizar el cuidado implica que es el estado el que debe hacerse cargo de esta necesidad social. En este sentido, la extensión territorial del cuidado no remunerado nos presenta con una oportunidad única. La integración de cuidadoras locales al sistema primario de salud a través de un programa de agentes comunitarios lograría una serie de objetivos públicos. Primero que todo, facilitaría el flujo de información entre necesidades locales de cuidado y profesionales de la salud. Segundo, apoyaría los servicios de cuidado ya existentes, mejorando la calidad y extensión de su provisión. Finalmente, un programa que reconozca y valorice el trabajo de cuidadoras locales debe remunerarlas de forma justa, digna de la labor que realizan por Chile. Esto no solo mejoraría la posición económica de las cuidadoras, sino que también de sus familias. De esta forma, un programa de este tipo podría simultáneamente atender a las imperiosas necesidades de cuidado a nivel nacional, y contribuir a disminuir las brechas de ingreso que caracterizan a nuestro país.

Para que las calles cambien su opinión sobre Chile, el cuidado del cuidado es una condición urgente.

[1] Las mujeres representan mas del 65% de la fuerza laboral en todos los sectores del cuidado para cualquier nivel de escolaridad.